LANOTA.MX– La noche en Culiacán avanzaba con su rutina habitual, hasta que el estruendo de motores y sirenas rompió la calma. Un vehículo sospechoso aceleró de repente, intentando evadir a las fuerzas federales que patrullaban la zona del Jardín Botánico. La persecución fue breve pero intensa, hasta que el conductor perdió el control y terminó estrellado contra una banqueta.
Cuando los agentes lo rodearon, encontraron a un joven de apenas 19 años, identificado por medios locales como Ricardo Torres Urías, un presunto operador de Los Chapitos en la zona centro. Llevaba una pistola en la cintura, y dentro del auto hallaron un fusil, cartuchos útiles y una pequeña bolsa con marihuana. Pero lo más inquietante no era lo que portaba físicamente, sino lo que guardaba en su celular: videos que presuntamente muestran torturas a miembros de grupos rivales.
El caso de Torres Urías no es aislado. Días antes, en la Ciudad de México, otra operación de inteligencia llevó a la captura de Joel Medina Miyazaki, alias La Morsa. Su arresto en la colonia Narvarte destapó una red aún más amplia: una funcionaria pública lo protegía y le daba refugio en distintos domicilios. Aunque las autoridades no han revelado su identidad, la revelación refuerza la sombra de la corrupción que envuelve a ciertos sectores del gobierno.
La Morsa no era un criminal cualquiera. Su vínculo con Aureliano Guzmán Loera, alias El Guano, hermano de El Chapo y líder de una facción del Cártel de Sinaloa, lo convertía en una figura clave dentro del narcotráfico. Su captura representa un golpe a la red de distribución de fentanilo y a los laboratorios clandestinos que operaban en Sinaloa.
Mientras ambos detenidos enfrentan su proceso legal, las detenciones dejan un mensaje claro: el Estado sigue su lucha contra el crimen organizado, pero la batalla está lejos de terminar. Las calles de Culiacán y la capital mexicana son testigos de una guerra silenciosa, donde cada operativo puede significar un golpe a los cárteles… o solo el inicio de una nueva disputa.
