LANOTA.– La tarde del 22 de septiembre, la tragedia golpeó al CCH Sur cuando un estudiante fue asesinado a puñaladas por Lex Ashton, un joven de 19 años que entró armado y encapuchado al plantel. El hecho no solo dejó una vida arrebatada y otra en riesgo, sino una pregunta que resuena con fuerza: ¿cómo fue posible que, con las señales de alerta claras, nadie actuara a tiempo?
UNA LLAMADA QUE NO SE ATENDIÓ
Horas antes del ataque, la madre de Ashton llamó al 911. Advirtió con angustia que su hijo había salido de casa con un arma blanca y que se dirigía al CCH Sur. Pidió ayuda porque temía que pudiera hacerse daño o lastimar a alguien. El auxilio nunca llegó.
Esa omisión es hoy el punto más doloroso de la tragedia: el ataque pudo haberse prevenido, pero las advertencias quedaron atrapadas en la burocracia o en la indiferencia.
EL ATAQUE QUE PUDO EVITARSE
Vestido de negro, con el rostro cubierto con una pañoleta de calavera, Ashton entró al colegio y atacó directamente a Jesús Israel “N”, un joven de 16 años que estaba sentado con su novia. Lo golpeó, lo acuchilló en el cuello y el abdomen. El adolescente murió minutos después.
Un trabajador de 65 años, Armando “N”, que intentó detenerlo, también resultó herido. Los estudiantes vivieron escenas de pánico, corriendo para salvarse, mientras el agresor trataba de atacar a más personas antes de lanzarse desde el tercer piso del edificio, fracturándose ambas piernas.
RADICALIZADO EN REDES
La carpeta de investigación muestra que Ashton se identificaba con la subcultura incel, un grupo misógino en línea. Publicó horas antes mensajes en redes donde adelantaba su intención: “Escoria como yo tiene la misión de recoger la basura”. También escribió: “Estoy harto de este mundo… nunca he recibido el amor de una mujer”.
Las pruebas dejan ver que había un patrón, señales visibles de un joven que se aislaba y radicalizaba en internet.
LA RESPUESTA QUE LLEGÓ TARDE
Tras la tragedia, el rector de la UNAM, Leonardo Lomelí, declaró luto institucional y prometió reforzar protocolos de seguridad. Los padres de familia y estudiantes entregaron pliegos petitorios exigiendo atención a la salud mental y entornos seguros.
Pero el reclamo central sigue siendo el mismo: las instituciones fallaron. Ni la alerta de la madre ni las publicaciones en redes encendieron las alarmas a tiempo.
La muerte de Jesús Israel “N” no solo exhibe la brutalidad de un agresor, sino la cadena de omisiones que permitieron que actuara. Hoy, la comunidad universitaria y la sociedad entera exigen respuestas: ¿quién se hace responsable de haber ignorado las advertencias que pudieron salvar una vida?
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